sábado, 11 de junio de 2011

Incontinencias

     No me dejó entrar. Ahí estaba yo. Parado junto a la puerta cerrada, pidiendo encarecidamente una simple autorización para ingresar. Ahí estaba ella. Parada junto al espejo, retocando detalles inmejorables, dejando correr el agua de la canilla, haciendo oídos sordos a mis pedidos.
     Lo simple se volvió importante. El mundo. Una vida. Todo se redujo a un solo instinto, a una necesidad insatisfecha. Si acaso pudiese pensar en algo mas. No. Todo se concentró en el control y en la búsqueda de una salida, mejor dicho, una entrada.
     El pedido se convirtió en súplica. La espera en sufrimiento. Su indiferencia en mi desilusión.
     Fue incapaz de ponerse en mi lugar. Fue incapaz de comprender la urgencia de la situación. Fue incapaz de solidarizarse con una desdichada vejiga llena perteneciente a un pobre sujeto con un solo baño en su casa.
     Podría decirse que el final fue mi culpa. Podría decirse que fue su culpa. La historia la escriben los que ganan, pero, ¿que pasa cuando todos pierden?.
     Un instante después de mi último intento de convencerla que abra la puerta, que derrumbe ese obstáculo que me impedía la liberación, el descanso, vino la resignación, y con ella todas las cosas a mi alrededor volvieron poco a poco a ocupar su lugar, fui consciente de mi entorno, mi mente volvió a ser ocupada por diversos pensamientos que nada tenían que ver con aquellos últimos desesperantes minutos. Un silencio típico previo a la tempestad se apoderó del ambiente.
     Pronto solo se escucharía una obvia secuencia de sonidos: 
  1. Una puerta que se abre.
  2. Una suela de goma patinando contra una baldosa mojada.
  3. Una onomatopeya femenina que represente un susto.
  4. Un cuerpo de mediano tamaño chocando contra el suelo.
  5. Una larga, variada y original lista de insultos.
     Si, el chichón en su cabeza y el olor de su ropa es producto del charco que yo dejé en la puerta del baño. Pero el lamparón en mis pantalones es culpa de su egoísmo y acaparamiento del espacio privilegiado que contiene el tan deseado inodoro. ¿Acaso lo merecíamos?, quizás no, quizás si, no lo sé, ni tampoco tengo autoridad para cuestionar la justicia divina del Meo.